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  • Hace 24 años un ciclón tropical dejo un saldo de 500 muertos y 300 mil personas sin hogar en el sureste de México. Estas son las voces de los sobrevivientes para preservar la memoria.

 

Miguel Ángel Maya Alonso /

Foto: Panorama del Pacífico

 

Primera parte

Oaxaca de Juárez.- El huracán Paulina fue un ciclón tropical que se registró del 6 al 10 de octubre de 1997 en el sur de México, afectando principalmente a los estados de Chiapas, Oaxaca, Guerrero y Michoacán. Su paso fue devastador, dejando como saldo más de 500 muertos y daños materiales calculados en siete mil 500 millones de dólares de la época.

Más de 300 mil personas se quedaron sin hogar, padeciendo penurias durante los meses siguientes. Paulina, categoría 4 en la escala de Safir Simpson, es colocado dentro de los 10 desastres naturales más destructivos en la historia de México. Aparte de los vientos propios del huracán, que alcanzaron los 240 kilómetros por hora, las lluvias que trajo consigo ocasionaron inundaciones que afectaron a gente sin hogar. Miles de personas quedaron incomunicadas en las sierras de Oaxaca y Guerrero, y no recibieron ayuda hasta después de una semana.

 

Dos palmas

Las rayas horizontales del televisor dejaban entrever siluetas de un popular personaje de televisión que presentaba las noticias nacionales. En el cuarto de adobe y tejas, estaba una cama de tablas, sin colchón, sólo con un petate roto.
Sobre él estaba yo con mi hermanita de dos años, Raquel, con tres de mis primas. Rosa, la mayor y Hermelinda y Blanca, sus hermanas menores buscaron el mejor lugar en espera del inicio de una popular telenovela infantil.

Eran las 14:30 horas del 7 de octubre de 1997. En una bandeja roja los granos de maíz amarillo caían con delicadeza mientras desgranaba las mazorcas. Tenía 9 años, sumamente delgado, pelo lacio y de piel morena. En la televisión aparecía imágenes de la brutal embestida del viento.

Con las puertas cerradas, ignorábamos que ese viento se acercaba a nosotros. El patio era grande, con tres construcciones. Una casa de dos cuartos de material de concreto, que fungía como dormitorios para mi familia. Había también un cuarto adjunto de techo de tejas y pared de palos. Enfrente estaba la casa de adobe y tejas, en donde estábamos nosotros, era como una sala para mi familia. En el patio había también dos palmas que sobrepasaban los cinco metros de altura, tan viejos como los que los sembraron. Sin saberlo, y con una elasticidad antinatural, las palmas se abalanzaban sobre los cuartos, hasta casi chocar con los techos.

 

 

 

Una burra

-Miguel, desgrana el maíz para nixtamal. Me dijo mi madre. Era octubre y el maíz tempranero, el amarillo con un olor y textura únicos, se cosechaban. -Voy por la burra, dijo, y se fue.

A más de un kilómetro de distancia de la casa, en uno de los terrenos que ese año no se había sembrado ni maíz ni frijol, mi madre había amarrado a la burra para que se alimentara. Y Ximena, mi mamá, sabía que algo grande se aproximaba. No era mayor, pero observaba, corrió en la vereda hasta llegar con la burra. Entonces el viento era fuerte. En el cerro apenas podía sostenerse en pie. La burra trataba de escapar, pero la cuerda se lo impedía.

Ximena la soltó, no supo que más hacer. -Ya regresará a la casa- Pensó. -Siempre lo hace.

Corrió de regreso a su casa en donde había dejado a sus dos hijos. La lluvia había comenzado y el viento empeoraba. Sus vecinos ya se habían resguardado y la preocupación se le veía en el rostro. Cuando estuvo a 50 metros de su casa pudo observar las palmas que se hacían de un lado a otro. Corrió a prisa y abrió la puerta de madera de la casa de adobe. -Métanse en la casa de material, gritó.

 

En medio de la nada

En 1997 vivía en Santa Martha Loxicha con mi padre, madre y hermana. Es una pequeña población de 500 habitantes, que no pertenece ni a la Sierra Sur de Oaxaca ni a la Costa oaxaqueña. En aquel entonces, la única vía de acceso por carretera era una brecha de terracería que llevaba a la ciudad de Miahuatlán de Porfirio Díaz, 6 horas tomaba llegar a esta ciudad. La otra opción era llegar a Puerto Escondido, sin embargo, por aquí solo se llegaba caminando más de 7 horas, en una brecha llena de peligros y en época de lluvias, significaba cruzar ríos crecidos por el agua de la lluvia.

En la comunidad no había ríos, pero varios riachuelos la cruzaban. A 11 kilómetros había una ranchería en donde habitaban una docena de familias, casi todas de los habitantes de Santa Martha. Aquí existe un río, llamado Jordán. En sus aguas cristalinas abundaban los peces y los camarones. Más abajo este río cambia de nombre y se llama Colotepec.

Hace 24 años en Santa Martha eran inexistentes las casas construidas de concreto. El adobe y la teja, más prácticos y frescos era el material de construcción dominante en el pueblo. La iglesia, la agencia municipal y tres casas particulares eran las únicas casas que podían resistir un huracán. Sus pobladores vivían y siguen viviendo de la agricultura de temporal. En octubre, gran parte de los sembradíos estaban en la etapa de los elotes.

El tequio sigue siendo la base social de la comunidad y ese día, 7 de octubre de 1997, uno había sido organizado para delimitar la frontera con la comunidad vecina y municipio, San Baltazar Loxicha.

 

Casas de papel

Corrimos hacia la casa de concreto, que, si bien eran dos cuartos, eran pequeños, de tres por tres metros, con dos ventanas. En ambos cuartos había una cama y dos pequeños roperos. -Ustedes aquí se quedan- dijo mi mamá y nos encerramos.

Ella salió y reunió a sus gallinas y las metió en la casa de adobe y tejas. Guardó otras cosas que tenía en el patio y nos alcanzó. Para ese entonces el sonido del viento era intenso y la lluvia llegó.

La energía eléctrica tenía rato que se había cortado y yo solo miraba a través de las pequeñas ventanas. En ese momento la casa de los vecinos, de paredes de adobe y techo de lámina cayó. Mi mamá gritó del susto y mis primas se acomodaron en el rincón de la casa. No hubo silencio.

Apenas pasaban de las 15:00 horas y la pesadilla recién comenzaba. La lluvia había arreciado. El viento chocaba con el borde de la casa y en el techo se escuchaba la caída de los cocos de las palmeras.

 

 

 

Arrastrados por los derrumbes
El tequio inició desde temprano, por lo que a las 2 de la tarde había terminado, la mayoría de los comuneros iban de regreso en pequeños grupos. Entre ellos estaba Lucas, mi papá.

Eran dos horas de camino a pie entre las veredas desde el paraje Viralonga hasta Santa Martha. Al llegar a la Cumbre, el punto más alto de la población, a menos de cuatro kilómetros de esta, el viento y la lluvia les impedían caminar.

Lucas y sus compañeros caminaban paso a paso en una lucha contra la naturaleza que nunca habían tenido. Cubiertos con hules que poco les servían contra el viento. La población estaba cada vez más cerca. El grupo donde Lucas venía cada vez se hacía más grande.

Aún faltaba un obstáculo por pasar. Mientras pasaban por El Capulín, a escasos, dos kilómetros de la población, un derrumbe había cortado la vereda. Era grande, de al menos 30 metros. Tuvieron que cruzarla aún con el riesgo de un nuevo derrumbe.

El lodo le llegaba arriba de las rodillas y algunos de los huaraches de los campesinos se habían perdido. Pero la sorpresa que les esperaba al llegar a sus casas era todavía mayor.

 

Segunda parte https://elmuromx.org/2021/10/el-huracan-paulina-una-serpiente-en-el-cielo-2/

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