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Scriptorium

Donaldo Borja

Luis Donaldo Martínez Borja estudió la licenciatura en Filosofía. Ha sido profesor de latín y etimologías grecolatinas, español, Historia, Formación Cívica y Ética. Creador del programa de Radio Tertulias en la azotea dependiente de la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca y Café Filosófico Oaxaca. Es creador del Club de Lectura Tertulias en la azotea, y promotor de lectura acreditado por el Fondo de Cultura Económica.

Es casi tradición que, entrando el mes de septiembre, el patriotismo nacional, tenga representaciones en los símbolos más genuinos: banderas de México colgadas en los techos de las casas, pintas tricolores en las mejillas, gorras con el escudo nacional, playeras con “¡Viva México!” y un sinfín de parafernalias que reflejan el sentimiento común, aquel, que según la historia oficial —más creía que credo religioso— nos dicta a la sazón que en una noche un cura en Dolores, Guanajuato, salió a gritar: ¡Viva México! Lo peor de esta historia, es que México como nación no existía.

Las naciones necesitan héroes que le doten de identidad, casi es un fenómeno social. Pensemos en los antiguos imperios: Ciro El Grande en imperio Aqueménida, Alejandro Magno en Macedonia, César Augusto en el imperio Romano. Las ballas de Esparta y los héroes de Troya, toda una letanía de personas que sólo no contienen el “ruega por nosotros” porque las intensiones de guerra fueron más humanas que divinas. Así, entre todos los héroes mundiales, la figura de un cura libertador, se ha inflado con grandes epopeyas, que, si se recurren a la documentación histórica, no será más que un “viejo loco” al cual el mismo Allende, amigo de batalla, tuvo que tomar preso por tanto desajuste mental.

De algo sí se puede estar seguro, a Hidalgo le movía un interés: su ser de criollo. Durante el siglo XVI, período de conquista, los extranjeros venidos del mar, eran castellanos (españoles) que sólo ‘estaban’ en lo que, gracias a Américo Vespucio, se llamó América. Este ‘estar’ comenzó a cobrar un sentido más profundo cuando los hijos españoles comenzaron a nacer en estas tierras y pasaron a ser ‘españoles de América’. Con el nombre de criollos, fueron denominados esta nueva ‘raza’ que no tenía patria en los reinos de lo que hoy conocemos como España, ni tenían relación alguna con estas tierras que estaban en formación. A finales del siglo XVI, comienzan aparecer los primeros ideólogos de una nueva identidad: Baltasar Dorantes de Carranza y Antonio de Saavedra y Guzmán, a ellos, para el siglo XVII se les unirá Carlos de Sigüenza y Góngora, Sor Juana Inés de la Cruz, Sandoval Zapata, entre otros. Para el siglo XVIII el criollismo ilustrado ya tiene forma y estructura, tres son sus características: existe una identidad que hace que se asimilen como ‘gentes’ de esta tierra; comparten un pasado gloriosamente indígena; y aparecen los símbolos de una nueva patria.

Esta imagen del criollo, ya consolidada será puesta entre dicho por las Reformas Borbónicas, principalmente a finales del siglo XVIII donde el despotismo de los reyes de España, volcó todo en favor de los peninsulares, dejando a los criollos en un segundo, quizá, tercer plano que hace al criollo, en palabras de Luis Villoro, vivir “en un mundo en el que no participa, en el seno de una comunidad con la que apenas le unen tenues vínculos, despojados de su puesto en el trabajo y la vida de la sociedad. Su situación es la del desplazado”. ¿Qué sentimiento podría haber despertado en aquellos hombres que, siguiendo al mismo Villoro, estaban “a menudo mejor preparados que los peninsulares? La respuesta, sin atender al aspecto psicológico, es el resentimiento.

En la Genealogía de la Moral, Nietzsche, habla del ressentiment (resentimiento), un sentimiento de hostilidad y amargura que surge en el débil, lo cual le lleva a transmutar sus valores y, de modo alguno, a reivindicarse así mimos. Con esta connotación, es fácil entender que los criollos al ver la situación en la que habían caído en la Nueva España, emprendieron, impulsados por el resentimiento y el mismo contexto —donde la Corona había sido arrebatada por Napoleónla afronta de la separación política, una autonomía más que independencia. Primeramente, los ideólogos criollos como Primo de Verdad y Melchor de Talamantes impulsarán la idea de dicha autonomía. Pero, la Corona, silenciará sus voces. Después vendrán José Mariano Michelena y José María García Obeso con la Conspiración de Valladolid en 1809 la cual será descubierta y tendrá sus consecuencias. En la clave del interés personal y del resentimiento, aparece la Conspiración de Querétaro, la cual en 1810 será descubierta, e Hidalgo, valiéndose de su posición instigará a los indígenas al grito de “viva Fernando VII” a luchar contra la misma gente de Fernando VII.

La ironía se cuenta sola. La guerra contra los peninsulares es resultado de una guerra criollista, que toma a los indígenas como carne de cañón para luchar por una autonomía que pasó de lo político a lo económico, hasta culminar con una lucha de independencia y de ruptura total con la Corona. Esta última consecuencia será asumida por los otros criollos que ven en la lucha el ideal de “lo suyo”, así, Morelos, Vicente Guerrero y los que siguen, serán movidos por el mismo sentimiento que Fray Servando Teresa de Mier y Carlos María Bustamante tanto promulgaron: la independencia total y la asimilación absoluta de estas tierras.

En conclusión, el criollismo de Hidalgo, formado desde finales del siglo XVI, será el aliciente, para que hoy en día, en septiembre, todos los mexicanos se sientan más patriotas que la patria. Y desde luego, en un acto de pleno agradecimiento, se debería elevar arengas a Bustamante por ser un propagandista de la figura de los héroes nacionales. Quizá, y esto es mi punto de vista, sin aquel resentimiento de los criollos, la Independencia como la conocemos hoy en día, no se hubiera dado como un acto de libertad. Lo único que nos queda decir es: “¡Viva México!” El México que se ha forjado en el dolor y la sangre de quienes “al morir bajo su sombra, nos dejaron patria y libertad”.

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