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Cárcel a los que siembran flores/ Lizgiib ni rizibinny giee

 

Antonio Mundaca/ @amundaca

 

–No estoy en la cárcel por narcotráfico, estoy aquí por asesinato y robo a mano armada –se presenta Adán frente a nosotros como quien quiere evitar un fusilamiento y desenfunda primero. Bajo su arrojo hay un tipo gigante con rostro de indígena puro, de cejas tupidas, una barba tenue y facciones limpias de bronce endurecido, que extraña hablar con personas ajenas al penal de Miahuatlán.

Una cárcel de bardas agrietadas, con tabiques enmendados en sus columnas y torres imponentes donde vigilan custodios los perímetros, refugiados en ventanas con cristales rotos por las que se asoma el óxido de sus armas.

Está a punto de terminar la hora de visita. Adán sabe que hemos venido por su historia. Miguel Maya hizo esfuerzos sobrehumanos para acercarnos al Centro Federal de Readaptación Social (Cefereso) número 13. Manejamos dos horas desde la ciudad de Oaxaca y esperamos bajo el sol a que entraran primero familias vigiladas por soldados; después nosotros, empequeñecidos quizá porque supimos que, en 2019, los celadores fueron acusados de golpear a presos hasta que orinaron sangre.

–Es bueno que no haya caído por contrabando porque a los que caen en el penal federa por esa razón los tienen bien amolados. Aquí yo tengo una suite pagada porque me llevo con los jefes –presume a ratos, para luego presentarse resignado. Lleva 12 años preso. Su esposa llega a verlo los domingos, pero tiene cinco años que no ve a su hija. Cuando la menciona, se quiebra.

–Son varios los delitos que me cargaron, pero yo empecé vendiendo marihuana como lo hacía mi padre en Santa María Huitepec. Con él aprendí después a meter flores de amapola entre la milpa. El patrón se llevaba siempre la mejor ganancia, es negocio pues, pero a otros tercos como yo, que se salían de las leyes, se los cargaban.

A cambio de hablar con nosotros nos pidió tres pollos rostizados con espaguetis y muchas tortillas para compartirlo con compañeros de celda, que igual que él están presos por asesinato. En la cárcel llevan tres meses con raciones de arroz, un huevo y un litro de horchata de avena.

Adán lleva una camisa color salmón ajustada de presidiario, un reloj chino al que mira varias veces mientras hablamos, y unos tenis blancos Adidas por los que tuvo que pagar al administrador de la cárcel 150 dólares americanos de “impuesto” para que lo dejen usarlos. Detrás de él una mujer de veinte años abraza a un tipo de tez blanca a la que miran los celadores. Adán se da cuenta que vemos la escena, nos explica un poco de las leyes no escritas en la cárcel.

–No le hacen nada a la mujer porque, aunque no me lo crean, a este penal lo controlan un grupo de presos, ese güero es uno de ellos –asiente.

–En la sierra los hombres siempre vamos armados. A mí me agarraron en 2010 y entonces nos daban 2 o 3 mil pesos por kilo, dependía del jefe del pueblo o el intermediario, a veces ya les entregábamos el corazón agujereado de la amapola nomás, para que sudaran la leche hasta que se hiciera resina, pero yo siempre preferí la marihuana.

Está por terminar la visita, Adán quiere que volvamos porque después de tantos años,se aburre de hablar con la misma gente.

Encuentra el texto completo en #español y #zapoteco en el siguinte enlace:
Ilustración Antonio Mundaca y Daniel Berthely
✴️ Esta crónica forma parte del proyecto ‘Amapola en Oaxaca: Sembradores en la niebla’, realizado con el apoyo de la Fundación Gabo y la Open Society Foundations, gracias al Fondo para investigaciones y nuevas narrativas sobre drogas (FINND).
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