- Don Álvaro es un indígena mixteco de 87 años que, durante los últimos cuarenta años, ha descubierto piezas arqueológicas y huesos humanos en su comunidad enclavada en uno de los municipios más pobres de Oaxaca. Ahí, él ha encontrado tesoros donde arqueólogos convencionales no lo han logrado, su método es un hilarante relato guiado por luciérnagas y brujas en la noche
Texto y fotos: Antonio Mundaca
Ilustración: Brunof
Santiago Apoala, Oax.- Para contar la historia de don Álvaro Ramos es necesario intentar entender su pensamiento mágico; cuando te dice relatos antiguos sobre mixtecos oyendo dentro de las cuevas el rugido negro del jaguar, se refiere quizá a la piel oscura de quienes viven en acantilados debajo de las montañas de Tierra Colorada.
Hombres y mujeres que no tienen otra cosa en los terrenos de sus casas que extensiones de piedra caliza: cementerios de chivos blancos; raíces con formas de serpientes; vasijas de barro extraídas de la roca demolida, y en el caso de don Álvaro: dos cráneos limpios y huesos ataviados de ornamentos con piedras preciosas, que encontraron sus borregos escarbando el terreno donde él construyó con sus manos, su pequeña casa hace 40 años. Cráneos que exhibe en una vitrina en la sala entre costales de trigo seco y el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) quiso quitarle a cambio de nada.
“Todavía escarbo la tierra, sigo rebelde, cuando me muera le voy a dar todo a la autoridad del pueblo para que hagan un museo comunitario, pero antes no, que me den unos 10 mil pesos al menos para darle de comer a mi burrito”. Dice don Álvaro que en Santa María Apazco, Nduayaco y Apoala, y pueblos serranos de alrededor ubicados entre cañones y accidentes geográficos con paredes de 180 metros de alto, ha habido gente desde antes de que llegaran los cristos y se construyera la iglesia de la comunidad alrededor del año 1600.
Para contar la historia de don Álvaro sin reducirlo, con la dignidad que él merece, es necesario entender un poco su paso por la vida al fondo de una barranca mixteca rodeada de agua y grietas en la tierra, donde sólo llegas si estás dispuesto a adentrarte en cumbres cubiertas de piedras blancas y desfiladeros.
Santiago Apoala es una comunidad con casi toda la población de origen indígena de lengua mixteca. Según Data México, el 70 por ciento de las viviendas son de una sola pieza y sólo el uno por ciento de la población tiene acceso a una computadora. La mitad de su gente trabaja en la siembra y actividades agrícolas. La mitad de ellos tiene como máximo nivel de estudios la educación primaria. En el año 2020 se ubicó como uno de los cinco municipios más pobres de Oaxaca. Hasta hace apenas unos siete años han intentado convertirlo en una opción turística viable, a través del Centro Ecoturístico Apoala Yutsa To o con cabañas y excursiones guiadas a cavernas y cascadas, un proyecto donde también participó don Álvaro.
Mirar distinto
No puedes ir a Santiago Apoala, donde vive Don Álvaro, con los ojos del turista que tiene un puñado de adjetivos predecibles sobre las montañas y los ríos. No puedes hacerlo si pretendes entender ese enclave en el monte lleno de criaturas mágicas, casi inaccesible, a una hora y media de Asunción Nochixtlán, porque Don Álvaro a sus 87 años habla pausado, cargado de símbolos sobre la historia de un pueblo de 900 personas en mucha pobreza, hundido entre los valles; alejado de servicios básicos, con calles muy limpias y días enteros sin luz eléctrica, en el cual para él existen chaneques, bolas de fuego en los cerros, brujas que encienden la noche para avisar que hay oro en la tierra, mundos que no puedes ver porque no están en los mapas.
– ¿Todavía trabaja a su edad la tierra? ¿qué siembra don Álvaro?
–Ya casi no siembro, antes sembraba maíz, frijol, ahora recojo casi siempre con mi burrito el trigo y lo vendo”, dice. Mientras habla, su esposa Otilia Jiménez, una mujer de 85 años con quien se casó desde 1955, se adelanta para ir por la comida. Son casi la seis de la tarde en Santiago Apoala y don Álvaro recoge las semillas.
“Ustedes no son fuertes porque crecieron con mamila, yo pura leche de pecho”, por momentos su voz casi no se escucha. Deja la carretilla y abre sus manos para mostrarnos las astillas del trigo. Sus manos son lijas resistentes y gruesas.
Don Álvaro estudió sólo hasta segundo de primaria, se alistó en el ejército cuando tenía 17 años y desertó al poco tiempo. Sólo quiso hacerlo para conocer algo del mundo. Su sueño primero era saber qué cosa era el mar, aprendió luego a trabajar los barcos pesqueros, pero no le gustó.
“Aprendí el abecedario en la milicia, tengo letra de zapatista”, suelta una risa contagiosa. Dice que desertó del ejército en el Istmo de Tehuantepec y se volvió a Apoala para no volver a salir nunca. “Lejos de aquí todo está lleno de violencia”, lo repite un par de veces. Tiene seis hijos, pero no recuerda el nombre de todos, se fueron de la comunidad desde muy jóvenes porque no había trabajo. Don Álvaro lamenta por momentos, tener terrenos en el vértice del río, ha pensado rematar todo porque sus hijos no volverán al pueblo.
Volver a mirar: las enseñanzas de Don Álvaro
Don Álvaro es un mixteco al que es necesario volver muchas veces para comprender que a nuestro propio mundo le hace falta que volvamos a mirar. Sus palabras son la posibilidad de que hay demasiadas cosas que no hemos descubierto, que la desigualdad histórica de los pueblos mixtecos es una violencia sostenida a través de los siglos, y que en Santiago Apoala, los visitantes, muchas veces vestidos de instituciones oficiales y otros como extranjeros, llegan hasta las montañas alejadas en búsqueda de oro, y varias veces se han ido con las bolsas llenas, pero Don Álvaro ha resistido a revelarles su método de experto excavador, y cuando por fin se los revela, diciéndoles que se trata de las brujas en la noche y las luciérnagas, no se lo creen.
“Los gringos que han venido me dicen que tengo mirada de arqueólogo, porque veo cosas brillantes en la tierra y encuentro huesos y recipientes, yo no sé si sea cierto, yo sólo camino mucho el monte y veo las señales, luego vienen ellos con sus brigadas y no encuentran nada y quieren que uno le entregue las cosas porque son bienes de la nación, pero nomás quieren quitarle a uno su casa”. Cuenta Don Álvaro, que una vez después de días de escarbar, “gente de corbata del gobierno” le quiso dar 200 pesos para que él se comprara un refresco por lo que había encontrado, que han querido expropiarle el terreno, pero nunca le han ofrecido un repuesto de su casa a cambio de sus tesoros.
Las piezas de su vitrina las ha encontrado con métodos fantásticos, una mezcla de ensueño y realidad donde no se sabe en qué momento se ha cruzado la línea, porque Don Álvaro sabe mucho de la historia de su pueblo y sus mitos. Algunas de las vasijas y utensilios prehispánicos antiguos los halló por las señales de borregos hambrientos, otras por rugidos de leones que protegen cuevas en lo alto donde se accede al inframundo. En otras piezas fueron ardillas las que le señalaron donde estaban los huesos, y él sólo espero a que lloviera para que la tierra se pusiera blandita y tras levantar el cuerpo, él sembró flores en agradecimiento.
Otras tres de sus piezas las encontró en una barranca, en un camino donde hay un árbol de tejocote donde nacieron los mixtecos. En una ocasión un visitante espantado fue a buscarlo porque había oído un ruido espantoso en una de las grutas donde él fue guía de joven, cuando fue a ver no encontró nada de los ruidos, pero en el peñasco vio una luz donde emergía una serpiente, bajo esa tierra encontró uno de los cráneos. En otra ocasión llevaba a sus animales alrededor de las ocho de la noche, y se le presentaron luciérnagas en una ladera, caminó y encontró un árbol que brillaba, en sus raíces había vasijas y huesos que cuando los limpió con agua tibia se volvieron color sangre.
“A veces llevó un aparatito de plomo a las grutas, es un aparatito que me enseño hace mucho un tipo que buscaba petróleo en los cañones, él no sabía que la roca está viva, que fue el sepulcro de una reina”, cuenta.
Don Álvaro va de una historia a otra. Su mano no tiembla, su voz es lúcida. Pasa un largo tiempo contando los detalles del sepulcro de una reina en la alta montaña, una reina desenterrada por un holandés y un norteamericano que estuvieron varios meses en la comunidad y se llevaron una casa repleta de tesoros, engañaron a los pobladores que eran sus amigos hace más de 50 años. Una reina que originó las tres aguas de Apoala, que significa “el agua que destruye”. Aguas que emergen de las grutas: el agua dulce de la boca de la reina, caliente de su pecho y salada de su vagina. Una reina, que según don Álvaro, robaron extranjeros durante el gobierno oaxaqueño de Víctor Bravo Ahuja a principios de los setenta.
-¿Le duele la espalda don Álvaro?
–Sí, ya fui al huesero a Nochixtlán, pero no me cura nada, dice que no sano porque trabajo mucho y yo no quiero quedarme sentado en la casa”.
-Debería hacerle caso al huesero.
–No, yo sólo le hice caso a la bruja, su medicina de árboles sí me quitaba el dolor, ella me explicó que las plantas son una farmacia, que hay brujería para el dolor y para el dinero
-¿Dónde está ella?
–Se fue hace mucho, con un muchacho al que le llevaba 20 años”.
Don Álvaro dice que lo volvamos a ver, que si volvemos nos contará de ese tiempo donde los pueblos no encontraban a las criaturas pequeñas y tuvieron que ponerle tres cruces a la Peña del Diablo, y rastrear a los niños con hilos de lana; que es el águila de dos cabezas que existe en Apoala cuidando las piedras blancas y el agua antes de que dios naciera.