Scriptorium
Donaldo Borja
Luis Donaldo Martínez Borja estudió la licenciatura en Filosofía. Ha sido profesor de latín y etimologías grecolatinas, español, Historia, Formación Cívica y Ética. Creador del programa de Radio Tertulias en la azotea dependiente de la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca y Café Filosófico Oaxaca. Es creador del Club de Lectura Tertulias en la azotea, y promotor de lectura acreditado por el Fondo de Cultura Económica.
Con tan sólo irrumpir en el basto silencio de las ideas, con aquella palabra que dio fama a Plotino, el Uno, se vuelcan las series de disertaciones y defensas en razón de la multiplicidad, de las diferencias, de las individuales. Pura cosecha de pensamientos que ondean el individualismo más que la individualidad. Pero, pensándolo bien, y basta la observación más simple para percatarse que, de modo alguno, en la multiplicidad de las cosas existe cierta unidad y, por ende, en la unidad existe cierta multiplicidad.
¿Qué sentido tiene hablar de unidad y multiplicidad? ¿no son asuntos que atañen sólo a la Filosofía? Y al hombre de a pie, ese que ve sus redes sociales y se disocia de todo, ese que golpea al perro de la calle para alejarlo, ¿cómo le puede afectar? Justamente aquí, a un lado del que camina o del que está parado enfrente, comienza la ceguera. De manera casi general, los seres humanos no nos damos cuenta de una especia de conectividad, casi extraña, que existe entre todo lo que nos rodea ¿será que porque uno es el Autor de esta obra? o ¿es una simple egregor?
Para reconocer la unidad que existe entre el yo y los otros se necesita consciencia de la realidad. Observar las cosas y comprenderlas en nosotros, en el yo, facilita esa unión. Por ejemplo, algunos minerales o piedras comparten con nosotros sus elementos químicos: el fosforo, el calcio, etc. Las plantas, que se nutren con el sol y el dióxido de carbono, que hacen la fotosíntesis, comparten con nosotros el sentido de la alimentación y absorción de nutrientes. Los animales que caminan, se reproducen, se cuidan entre ellos, comparten con nosotros esos mismos mecanismos. Solo que nosotros, los llamados seres humanos, estamos forrados de una cosa llamada racionalidad.
Desde Aristóteles, los filósofos medievales y sobre todo Nicolas de Cusa, la idea de microcosmos y macrocosmos se hizo presente. La primera, remonta a la idea de que en el hombre se encuentran todas las propiedades y formas que el universo tiene, la idea de síntesis es más propia y acertada para entender al hombre. El microcosmo es un yo que tiene en sí, todo cuanto existe. Esta idea fuertemente vivida en la Edad Media mantenía al hombre conectado con la naturaleza, había, hasta cierto punto, una unión con ella. No se entendía la naturaleza como una materia de producción, sino como una dadora, la hermana y madre tierra, dirá San Francisco de Asís en el Cántico de las creaturas ¿Será porque existía el pensamiento “mágico” que Comte atañe a la religión?
Tanto la idea de Dios, como la idea de dependencia de la naturaleza, hacía que esta fuera considerada como una parte esencial de la vida humana. Existía la concepción de que todo estaba conectado. ¿Cuándo se perdió esa tierna visión? ¿cuándo el hombre se volvió ciego y perdió el sentido de profundidad y unión respecto a la naturaleza? Colocar una fecha es mucha pretensión, pero la Revolución Industrial, el cambio del sistema económico al capitalismo, los sistemas de producción y la enajenación al dinero y a los bienes, arrastró consigo la más grande de las deshumanizaciones. En el intento de humanizar al hombre, lo terminaron volvieron esclavo.
Un ser humano esclavizado pierde sentido de todo, de la vida misma. Solo pretende su ansiada libertad que nunca llegará, ya que con su “necesidad” de trabajo y de bienes, perpetúa silenciosamente el sistema contra el que lucha. Y en medio de este huracán, ver las cosas con la unidad primigenia, casi ontológica con las que nacieron, es el absurdo. La “necesidad” nos hace ciegos, el sistema nos hace esclavos, un esclavo ciego no reconoce en sí absolutamente nada: ni su rostro. De todo ello se infiere que, tener una visión de unidad es una utopía.
La multiplicidad hace a la unidad. Para que un esclavo ciego pueda ver la multiplicidad que lo rodea, solo debe estar atento a una cosa, a la única capaz de modificar absolutamente todo: el amor. La caricia de una madre, el beso de una pareja, la compañía de un perro, el frotamiento de un gato, la sinceridad de un amigo, la flor o la hoja de una planta, etc., es el principio del camino que libera de la ceguera, y nos acerca a lo que Sabines llamó en Los amorosos: la hermosa vida.